El vacío ante el amor ausente

La quimera. Dirección y guion: Alice Rohrwacher. Intérpretes: Josh O’Connor, Carol Duarte, Isabella Rossellini y Alba Rohrwacher. País: Italia. 2023. Duración: 131 minutos.

Al menos dos grandes vacíos, dos inmensas oquedades, colisionan en La quimera. Dicho de otro modo, La quimera surge del entrechocamiento de dos mundos paralelos. El lenguaje y el metalenguaje, la forma y el fondo, el territorio y la frontera. Si se prefiere: el qué y el cómo. Nada excepcional porque eso es lo que aparece y constituye todos los relatos que nos damos a nosotros mismos los seres humanos. Pero no se recuerda, en lo que llevamos del siglo XXI, una hiperbolización tan extrema, un filme tan inapelable como el de este cuento de raíces etruscas firmado por Alice Rohrwacher, la cineasta más fascinante de este lustro, la reina de todas las relatoras.

Sus vacíos, los que aquí amplifican todos los ecos de lo que nos constituye, surgen por desgarramiento, por generosidad, por darlo todo hasta la extenuación. Son frutos que se antojan inacotables, pues sin límites se mueve una película que cruza la historia de Italia, la historia del Arte y la historia del cine en un triángulo férreamente cerrado por el poder de la fabulación. El qué, se confunde con el cómo, y ese todo adquiere una gran forma; un absoluto fílmico capaz de crear una urdimbre con todos los recursos imaginables.

Un tour de force con el que su realizadora, la autora de Lazzaro feliz (2018), combina formatos y recursos heterogéneos y transversales. Bebe de muchas fuentes. Invoca grandes nombres de ese santoral humano formado por quienes dedicaron sus vidas a escudriñar historias. Por escrito o a voz en grito, en la pantalla de un cine o en la caja de un teatro... De todos y en todos habita La quimera que, como se sabe, es aquello que se propone a nuestra percepción como verdadero, aunque se trate de un sueño imposible. Como esa quimera hallada en Arezzo, en 1553, proveniente del siglo V A.C. Un bronce delicioso que supone el cénit del arte etrusco, aquel que esculpía en los rostros de sus figuras (humanas) una sonrisa porque en esa cultura las mujeres se sentaban al lado de los hombres y nadie creía que la muerte era el final de nada. La muerte precisamente es lo que perturba y atraviesa al protagonista de La quimera, Arthur (Josh O’Connor), un extranjero que regresa a la tierra de su compañera Benjamina angustiado por su ausencia, perplejo por su capacidad para percibir los vacíos del subsuelo. Como un zahorí que en lugar de agua (pre)siente oquedades, Arthur lidera una banda de tombarolis, saqueadores de tumbas. Ellos, pícaros rijosos, con el ADN de los inútiles de Fellini y herederos de la Comedia del Arte, buscan el delirio dionisíaco; Arthur suspira por el amor ausente.

Herodoto explicaba que una quimera es un animal mitológico que tiene los cuartos traseros de serpiente, el lomo de un macho cabrío y cabeza de león. Alice Rohrwacher, atenta a esa y otras definiciones análogas, crea La quimera como un relato negro que combina el neorrealismo del primer Fellini, con las emociones del último Rossellini –la presencia de su hija, Isabella, se impone como homenaje, guiño y guía–. Esa quimera cinematográfica, que nada –o tal vez sí– debe a Chaplin, conoce que, antes del tiempo de la cuaresma, es la hora del carnaval. El lapso de la locura. De eso va este gozoso disparate surrealista al que su guionista y realizadora sabe imprimir un barroco jumelage donde lo real incluye el mundo de lo invisible y el reino de las sombras.

Salvo alguna concesión al presente, una digresión sobre una comuna de mujeres y niños okupas en una estación que jamás volverá a recibir tren alguno, Rohrwacher sortea la deuda del tiempo y el espacio concretos, conformando un poliédrico fresco atemporal. Aunque en su relato Italia lo presida todo, su sentido se sabe ecuménico. Un filme que no se agota en la retina; un cuento lleno de belleza y candor, de astucia e ironía. Una película de las que se sale con la cabeza incentivada. Llena de ideas. Sin miedo a la muerte, con sonrisa etrusca de enigmático significado.

Valor femenino

SIEMPRE NOS QUEDARÁ MAÑANA (C’è ancora domani) Dirección: Paola Cortellesi. Guion: Furio Andreotti, Giulia Calenda y Paola Cortellesi. Intérpretes: Paola Cortellesi, Valerio Mastandrea, Giorgio Colangeli, Vinicio Marchioni y Emanuela Fanelli. País: Italia. 2023. Duración: 118 minutos.

La mayor o menor complicidad que Siempre nos quedará mañana ejercerá sobre el público, depende básicamente de la aceptación del espectador ante un recurso estilístico que no admite paños calientes. Ambientada en la Italia en ruinas tras el derrumbe de Mussolini y la disolución de sus camisas negras, Paola Cortellesi ha aplicado a ese tiempo de miseria, el estilo Benigni de La vida es bella. En su caso, conjura la violencia machista y los maltratos conyugales abriendo una válvula a lo irreal. Si en el filme de Benigni esa irrealidad era diegética, corría a cargo de la propia víctima que para negar el horror a su hijo pequeño le hacía creer que en el campo de exterminio nazi en el que se encontraban todo era una simulación; en la obra de Cortellesi, la ficción aparece de manera extradiegética y en clave coreográfica. Como se desprende de lo dicho, esa diferencia resulta demoledora a la hora de aceptar o no ese discurso reivindicativo. Siempre nos quedará mañana registra las palizas y vejaciones de su protagonista como si fuera un musical norteamericano al estilo de Gene Kelly y Stanley Donen, de ahí su título. Tan falso, tan idealizado, tan de cartón-piedra es esa violencia marital como la aparente apostura que esa misma protagonista y víctima dice percibir en los soldados estadounidenses que controlan su ciudad derrotada e invadida. Frente a ese simulacro, prevalece una verdad, la de la denuncia feminista que sin duda Paola Cortellesi asume con convicción para reclamar nuestra complicidad. Superado –o no– ese escollo para su implicación en este retrato familiar, lo que aquí nos aguarda es un filme resuelto en pulcro blanco y negro como eco difuso del neorrealismo, porque se sabe en las antípodas de lo que recrea. Su precisa fotografía y la notable recreación ambiental encuentra en un reparto de característicos, con la propia Cortellesi, directora, coguionista y actriz principal como abanderada, sus mejores virtudes. Con vocación indisimulada de cine popular, con un relato coral trufado por su sorpresa final, Cortellesi firma un alegato proselitista y reivindicativo. Su ¿lejana? violencia machista encierra los fundamentos del micromachismo más actual y menos detectable aunque, no por ello, sea menos deleznable ni menos letal.

Sin prisioneros

CIVIL WAR Dirección y guion: Alex Garland. Intérpretes: Kirsten Dunst, Wagner Moura y Cailee Spaeny. País: EEUU. 2024. Duración: 109 minutos.

La noche del 2 de mayo de 2011 el mundo asistió a la ejecución de Bin Laden ante la mirada absorta del presidente yanqui más demócrata del siglo XXI. Ese día se supo que el horroroso tiempo de Guantánamo quedaba obsoleto. Lo cool consiste en un horror más grande. No hacer prisioneros porque el derecho a la rendición ya no existe. Matar o morir es la nueva (no) ley del mundo contemporáneo. No es hora de levantar las manos pidiendo clemencia: no la va a haber. Ese es el futuro-presente que nos aguarda y que ilustra Civil War. Con ella, el aplaudido Alex Garland (Ex Machina, 2015; Aniquilación, 2018; y Men, 2022), normaliza con una mirada amoral el asesinato colectivo y representa el proyecto más ambicioso de este británico hijo de una psicoanalista y un dibujante. Con el presidente de EEUU empieza y con él pidiendo “No dejéis que me maten” concluye una distopía sin moral(eja) ni sentido. A 24, la productora del momento, confió en Alex Garland para su golpe definitivo. Y Garland lo ha dado al estilo de Netflix; con la precisión de quien sabe del apetito de esa legión de nuevos ciudadanos y ciudadanas que, a golpe de videojuegos, cree que la partida siempre se reinicia. Ignoran (o les da lo mismo) que después de muerto no hay reset que reinicie el juego. Lázaro murió hace dos mil años como bien sabía el David Bowie al que se le escapaba la vida y tras él, aunque vivimos en tiempos de zombies, así empezó Garland, de su tumba nadie ha salido. Civil War comienza como Easy Rider (1969) y termina como Masacre. Ven y mira (1985). Adquiere el pretexto argumental de una road movie pero solo encierra una exaltación bélica, una carnicería sin justificación. Se sabe cruel. Sus protagonistas forman un grupo de periodistas adornados con el cretinismo del Hemingway conservado en alcohol. Pero estos ni siquiera son capaces de esbozar una maldita frase bien escrita. Como espectáculo, Civil War roza la excelencia, su pirotecnia huele a pólvora en busca de Oscar. Como reflexión ética huele a basura con ideología criminal. Sus no héroes rozan la estulticia, se dicen corresponsales de guerra pero apenas serían tontos en tiempos de paz. Curioso desenlace el de Alex Garland, un autor caracterizado por sus buenas ideas, por su originalidad. Aquí, las ideas escasean, la dramaturgia se resquebraja y el director que empezó humanizando a los robots cierra su ciclo deshumanizando a los seres humanos. Escalofriante viaje de ida y vuelta hacia ningún lado.