Italia es un sinsentido en sí misma. Es parte de su encanto. También de su identidad. El Giro es su epítome. Por eso el país abraza la dietrología, una ciencia estrictamente italiana que estudia las causas ocultas de los acontecimientos.

Amantes de la fantasía y los secretos, en Italia existe la sospecha algo enfermiza de que todo está regido por el secreto y que detrás de la banal apariencia de las cosas, hay una conspiración urdida con fines inconfesables, como si un gobierno en la sombra todo lo manejara. Las conspiraciones tienden a generarse por miedo a reconocer que los disparates y el azar bailan la vida.

En mitad del recorrido, Fiorelli, el ciclamino, se lanzó hacia el esprint bonificado y como si todo tuviera un sesgo de comedia italiana, los velocistas que le siguieron para pelear por los puntos convirtieron la pugna en una escapada. El surrealismo cobró vida súbitamente. El Giro, que sesteaba hasta ese momento, presenció a los esprinters en fuga.

El mundo al revés. O Italia del derecho. En una etapa para los más rápidos, estos se escaparon. Fascinante, porque el final, animado por Pogacar, que buscó el enredo en la comedia de lo absurdo, fue en un apretado esprint que celebró en la photo-finish Tim Merlier por delante de Jonathan Milan, un coloso a pedales.

A Pogacar, que es un gigante, todo aquello, ese revuelo propio de la comedia italiana, le sacaba una sonrisa. Se sumó al juego con Geraint Thomas en la disputa de una mísera bonificación y se sublimó en un repecho del callejero de Fossano. Era un modo de ir comprendiendo el Giro y de divertirse con un traje rosa.

Pogacar es una marca. Un showman. El deleite. Un loco maravilloso. El aquí y el ahora. En una jornada sin tribulaciones, se lo pasó genial el genio esloveno tras ser testigo de una ocurrencia: los esprinters huyendo de su propio destino como siguiendo un plan oculto. Pura dietrología.

El pasaje de Cipollini

Ninguno de ellos era Mario Cipollini, retirado años atrás. Ocurrió en el Tour de 1992 que partió desde Donostia. En el podio, el velocista italiano conoció a Miss Euskadi. Se quedó prendado de ella y quiso citarse. Quedaron para verse en Milán. Sucedió que la carrera tenía otros planes. Cipollini trazó un itinerario alternativo. Il Bello se escapó para perseguir un ligue.

Se destacó, apresurado, en una etapa porque el ritmo del pelotón era lento. Él tenía prisa y urgencia. Corrió como alma que lleva el diablo. Un coche de equipo le esperó en el avituallamiento del recorrido. Recogió a Cipollini, que abandonó la carrera, para partir hacia el aeropuerto y encontrarse con su cita en Milán. El deseo y la pasión le guiaron.

Camino de Fossano, sin historia carnal de por medio, la fuga de los esprinters fue ahogada por el pelotón de los otros velocistas kilómetros después. El Movistar y el Polti se desgañitaron hasta que todo se agrupó y regresó la calma. Los equipos de los velocistas abrieron el fuelle y ocuparon el ancho de la carretera, dividida por segmentos de colores. Juntos como en una caja de plastidecor.

Pogacar, durante su ataque. Giro de Italia

Ataque de Pogacar

El rosa de Pogacar quebró el orden establecido. Una travesura del muchacho de las piernas de oro en busca de la bonificación. Se quedó con dos segundos. Thomas se encendió y ambos compartieron la rebelión hasta que el peso de los velocistas descargó con furia sobre ellos.

En el debate de los esprinters, Merlier, 42 victorias en su palmarés, obtuvo su segundo triunfo en Italia por delante de Milan y Girmay en Fossano, donde se celebra un palio. El pleito de los más rápidos premió al belga.

En Novara, en la salida, la emoción era descubrir el atuendo de Pogacar en su amanecer como líder tras pasar por la sastrería del Santuario di Oropa.

El esloveno, maglia rosa, optó por el culote ciclamino, un color que pertenece a la identidad del Giro. Una mezcla extraña, atrevida y de algún modo contracultural la de Pogacar, porque el pantone del culote chocaba con el color que se le asigna al mejor de la regularidad.

Tadej Pogacar firma autógrafos. Efe

La estrella eslovena

Fiorelli, el ciclamino (rosa intenso con visos violetas), enarcó una ceja y le asomó una media sonrisa. Eso fue lo más disonante en la salida del esloveno, que bajó del bus como una estrella del rock.

En lugar de regalar púas, de lanzarlas a los fans tras su solo en la montaña que venera a Pantani y en la que el esloveno se ha encaramado a ese altar, repartió gorras firmadas. El diálogo era el mismo. La estrella y el público. Pogacar trasciende.

Es carismático, una cualidad difusa pero poderosa, realmente atractiva. Un halo de luz le perfila. Tras ese despertar, nada más aconteció salvo la cháchara y las conversaciones pendientes en una tertulia interminable en el pelotón, que retozaba en la vagancia.

No había veta competitiva ni en los equipos invitados y casi anónimos. Rodaba el pelotón por inercia. Zángano al paroxismo. El tedio señalaba el norte. Hablaban unos, bromeaban otros. Los paisajes se sucedían a cámara lenta.

Los kilómetros se desprendían con nostalgia y melancolía. Le faltaba vida al Giro, la carrera de las pasiones. Las dos primeras horas de carrera se cubrieron a ritmo desmotivado: 36,9 kilómetros por hora. Lento y espeso el grupo, dichoso en la intrascendencia. Huelga de piernas caídas, de trapo. Nada de rebeldía, ni tan siquiera contestación o un gramo de orgullo.

El duermevela, la célula durmiente que era el Giro, espabiló por esas cosas extrañas que suceden en Italia. La fuga de los velocistas, el reordenamiento, el asalto dicharachero de Pogacar vestido de rosa y la victoria de Merlier. Tratado de dietrología en el Giro.